En las profundidades del bosque vasco, donde los robles centenarios susurran secretos al viento del norte, un hada de alas traslúcidas encontró un bulto envuelto en una manta raída bajo la luna llena de invierno. Era un niño robusto, de piel curtida como la corteza y ojos negros como el carbón, abandonado por los gentiles, aquellos gigantes paganos que huían de la nueva luz cristiana. El hada lo llevó al chozo de un carbonero solitario en la montaña, donde lo criaron con hollín y leyendas, convirtiéndolo en Olentzero, el hombre fuerte de zamarra negra y boina calada.

Olentzero creció cargando sacos de carbón desde las entrañas de la tierra, pero su corazón era más grande que sus brazos. Cada solsticio de invierno, cuando el sol parecía rendirse al frío eterno, bajaba al pueblo con su carro traqueteante, repartiendo brasas vivas para que ningún hogar se helara. Los niños, acurrucados junto a las chimeneas, lo esperaban con cánticos roncos: "Olentzero ven, trae carbón y pan, y si no vienes tú, vendrá el gentilarri". Él les contaba historias de renacimiento, de cómo el fuego del carbón despertaba al sol dormido, y en secreto tallaba flautas de madera y muñecos de trapo para los más pobres.
Una Nochebuena, el cielo se oscureció con truenos y el caserío del orfanato ardió como una pira pagana. Olentzero oyó los llantos desde la ladera y corrió, cubriéndose con su zamarra empapada en el río. Saltó entre vigas llameantes, sacando a puñados a los pequeños aterrorizados, hasta que una viga gigante lo aplastó bajo su peso ardiente.
El pueblo lloró su muerte, pero al alba el hada regresó, sopló vida en sus labios ennegrecidos y lo resucitó: "Serás eterno, portador de luz y regalos, para que el invierno nunca venza".
Desde entonces, cada 24 de diciembre, Olentzero baja de las montañas fumando su pipa, con un saco rebosante de carbón para los traviesos y juguetes para los buenos. Anuncia el nacimiento del Niño Jesús con su risa grave, y en las fogatas de los pueblos se quema un muñeco suyo para ahuyentar el "tiempo viejo". Así, en Euskal Herria, la Navidad sabe a humo dulce y promesas de sol renacido.
